Muchas cosas han cambiado en los últimos diez años en nuestro trabajo, y realmente son pocas para mejor. Hace todo ese tiempo que escuché por primera vez el concepto "diario de clase": se nos explicó entonces que debíamos llevar la contabilidad de lo que acontecía de puertas para adentro, indicando qué pensábamos enseñar, qué conseguíamos enseñar y qué se quedaba en el tintero. Hasta entonces, todo eso estaba en la cabeza del docente: de un curso para otro iba recordando qué tareas, explicaciones o actividades habían resultado positivas y cuales no; cuales debían repetirse, cuales mejorarse y cuales desestimar. La labor de los años ponía a cada cual en su sitio.
Debo reconocer que ninguno de los integrantes de aquel claustro hicimos el más mínimo caso.
A día de hoy, todos nos hemos habituado en nuestro trabajo en mayor o menor medida al papeleo, a las agendas y a las notas de aviso en el móvil, así como al uso de nuevas tecnologías en el aula y en la gestión docente.
El pasado curso Inspección Educativa evaluó mi centro: se estudiaron las estadísticas de aprobados y suspensos, los casos de absentismo escolar, se entró en las clases para conocer su dinámica, se revisaron las programaciones, se justificó cada ausencia y retraso... y se pidieron diarios de aula. Sólo una persona fue públicamente felicitada por la labor realizada al respecto. Su particular libro de bitácora consistía en un cuadernito pequeño, barato y avejentado por el uso en el que mi compañero llevaba su diario de a bordo, escrito a lápiz, emborronado mil veces. No seré yo quien dude de su valor intrínseco pero...¿Dónde quedó la labor de todos los que hicieron lo posible por "modernizarse" y ponerse al día? Y...¿qué valor se dió a quienes apostaron por nuevas tecnologías?
De todo ello he sacado dos conclusiones: Que mientras no estemos todos montados en el mismo carro nunca vamos a llegar al mismo pueblo; y que nunca debemos perder de vista el camino, poque el paisaje nos distrae y nos hace perdernos.
